A los pueblos de frontera les tengo mucho cariño por mi madre. Sus investigaciones giran entorno a ellas. Mi madre vive fascinada con las fronteras vivas, donde antes hubo conflictos y ahora hay respeto.
Por suerte, durante mi primer año como corresponsal en Loreto, he tenido la oportunidad de llegar a fronteras de las cuatro latitudes. Al norte a El Estrecho, frontera con Colombia. Al sur a Angamos, frontera con Brasil. Al oeste a Cabo Pantoja, frontera con Ecuador. Al este San Sebastian y Santa Rosa, triple frontera con Brasil y Colombia.
Para llegar a la primera hace falta remontar ríos de Perú, Brasil y Colombia durante 25 días. A Angamos solo llegan dos lanchas al año. A Cabo Pantoja es más fácil llegar desde Quito (Ecuador) que desde Iquitos. San Sebastián no figura en el mapa. Santa Rosa está al final del río Amazonas, tras tres días de viaje desde Iquitos.
Allí la vida discurre alrededor de las bodegas. Uno para, compra una gaseosa y comparte un cigarrillo con el bodeguero. Así, y por pura curiosidad, fui recogiendo los precios de los productos básicos en estos pueblos. Recién hace poco, cuando completé esas cuatro latitudes, pude sentarme a escribir este reportaje sobre el alto costo de vida en estos lugares tan remotos, tratar de entender porqué es así y cómo es posible que pueblos tan pobres consuman productos tan caros.